Lo que en estos días está en juego en las Cortes Valencianas no es cómo se dirime una bronca en el Parlamento o la más o menos atesorada legitimidad de un presidente de la institución, cuestionable desde todo punto de vista, político, ético y moral. Lo que está en juego va mucho más allá de eso y viene también de mucho más atrás que la trifulca que el jueves pasado tuvo lugar en el hemiciclo valenciano y que se saldó con mi expulsión no acatada y la suspensión del pleno.

Cada vez que un miembro del Gobierno elude contestar a un diputado o diputada de la Cámara –de la oposición, por supuesto- comete un fraude constitucional. Que el consejero Máximo Buch a la pregunta de qué piensa hacer para combatir la pobreza, respondiera por peteneras con las horas extraordinarias cobradas en los últimos años por el hermano de un diputado del Congreso, además de una burla a la ciudadanía, es un incumplimiento de su deber constitucional de dar cuentas de la gestión del gobierno, cuyo contenido el parlamento tiene la obligación de controlar. En una conversación con un periodista sobre este hecho encontré la clave del porqué hemos llegado a la situación de descontrol y corrupción en la que estamos. “Bueno, pero eso lo hacen siempre”, me contestó.

Y es que, al parecer, el hecho de que esto “se haga siempre” justifica que los ciudadanos y ciudadanas debamos tolerarlo y que este tipo de actitudes fuera del marco constitucional deban ser acatadas desde el silencio derrotado de quien no tiene mayoría en una cámara de representantes. Solo así se explica que los miembros del Partido Popular en la Mesa de las Cortes Valencianas hayan acumulado cinco sentencias del Tribunal Constitucional que ponen de manifiesto que se aplica una mayoría de manera ilegítima para que la oposición no pueda tramitar propuestas o iniciativas de control. Solo así se explican las condenas a la Mesa de las Cortes por vulneración de derechos fundamentales. Solo así se explica que el Gobierno Valenciano acumule ya siete sentencias del Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana y una del Tribunal Supremo en las que se condena a los miembros del gobierno por incumplir la Constitución Española y vulnerar derechos fundamentales al imposibilitar el control parlamentario. Y que a fecha de hoy haya más de una docena de procedimientos pendientes por las mismas causas.

El problema es que no hay consecuencias. El problema es que pleitean con nuestro dinero público. El problema es que no hay suficiente reproche mediático, ni ciudadano, a este tipo de actitudes por las cuales en países civilizados, sin lugar a dudas, se dimite inmediatamente. La absolución por las urnas también opera en este ámbito.

Esta es la situación con la que se llega el jueves pasado a la sesión de control del Parlamento valenciano en cuya bancada mayoritaria del Partido Popular hay y ha habido de todo: imputados, procesados, condenados y peticionarios de indulto. Y lo hay porque previamente se han eliminado todos los filtros de control democrático, con el objetivo de generar el caldo de impunidad que permitiera una gestión del dinero público sin control. Un sistema democrático fuerte hubiera impedido la corrupción generalizada que afecta al PP y a las instituciones en las que es mayoritario. Por eso construyeron a fuego lento un sistema vulnerable por cuyas grietas se escapara del control democrático el poder ilimitado de la mayoría, con el único objetivo de perpetuarse en el poder.

Y para ello han contado con la posibilidad de legislar en favor de la vulnerabilidad democrática. Han contado con jurisprudencia –que a duras penas estamos intentando superar- que ha sentado la doctrina de que, cuando uno es cargo electo, sus desmanes y actuaciones no ajustadas a la ley que no tengan contenido penal, se corrigen en las urnas, dando patente de corso al gobernante para saltarse a la torera la Constitución y los derechos fundamentales durante cuatro años. Y también han contado con todo un discurso público en el que han afianzado la idea de que sólo la mayoría tiene algo que decir en una institución, sobre todo si esa mayoría es absoluta. A la minoría le toca agachar las orejas al menos hasta la siguiente legislatura, porque para eso ha perdido las elecciones. Adiós al diálogo, adiós al debate, adiós a los argumentos, a los razonamientos, a la democracia racional, adiós a la imparcialidad y a la igualdad en el ejercicio del cargo público que, por cierto, también es un derecho constitucional. “Señora Oltra, a nosotros nos han votado”, me he tenido que oír en más de un debate parlamentario. Como si a mí el escaño me hubiese tocado en una tómbola. Es tanto como aseverar que sólo la mayoría tiene la legitimidad democrática de las urnas. El resto, irrelevante.

Y es este pensamiento el que decidimos romper desde un principio al acceder a la cámara. “Usted y yo aquí somos lo mismo y representamos lo mismo, la diferencia es que en su grupo son más”, me atreví a decirle un día, cuando era portavoz del grupo del Partido Popular, a Rafael Blasco, ahora procesado por desviar el dinero público de la cooperación y la solidaridad a sus arcas particulares. Y es precisamente esto lo que no nos perdonan. ¿Cómo se atreven a decirnos lo que nos dicen si son un grupo minoritario? Y ese “¿cómo se atreven?” nos lleva directamente a la sesión del jueves pasado.

En ese pleno nos atrevimos a poner en evidencia el abuso de poder con el que se dirige el parlamento valenciano y con el que se comportan los diputados de la mayoría. Una sesión marcada por las increpaciones y los insultos de la bancada popular que se intercalan con los aplausos y vítores, más altos, cuanto menos se ajusta al parlamentarismo democrático la intervención del miembro del gobierno de turno. Es cierto que les dije: “no tenéis vergüenza, ni la habéis conocido”. Y se lo volvería a decir porque tengo argumentos para ello. Y esto me granjeó las tres llamadas al orden en menos de quince segundos del Presidente, la segunda inaudible e ininteligible, entre el barullo capitaneado por la señora Barberá y lo bien que se explica el señor Cotino. Cuestioné su legitimidad para ocupar el sillón que ocupa. Y la cuestioné no solo por el currículum político corrompido del señor en cuestión, sino sobre todo por su incapacidad para ejercer su función que, como presidente de la Cámara, no consiste en beneficiar a la bancada popular como si formara parte de ella, sino en dirigir los debates de la cámara de manera imparcial, ecuánime y con sentido común, salvaguardando un principio básico en democracia como es el principio de igualdad. Igualdad que brilla por su ausencia en un parlamento en el que hace tiempo que el control de legalidad que compete a la Mesa, cuyo ejercicio sitúa a sus miembros por encima del resto de diputados en sus funciones, honores y retribuciones, se ha sustituido por la oportunidad política vinculada a los intereses partidistas, tan alejada de la neutralidad que les es exigible.

No acaté la decisión porque fue injusta en el fondo y en la forma. Obedece a una estrategia premeditada del PP de ver cómo se deshace de los que lo desenmascaramos. De no haber sido así se hubiera aceptado la propuesta que hicimos a la Mesa. Que se reanudara el Pleno, que la segunda advertencia se repitiera en condiciones de silencio de toda la cámara y de normalidad democrática, yo me callaba y continuaba el pleno sin más incidentes. Pero no. El problema no era salvaguardar la autoridad del señor Cotino, ni la dignidad de la cámara, ni el respeto institucional, que dicho de paso, les importa un comino. Su estrategia pasa desde hace tiempo por ver cómo se deshacen de elementos incómodos y yo, sin duda, les resulto muy incómoda.

Visto de este modo casi se diría que la pardilla que se tragó el anzuelo de las maquinaciones del PP fui yo. No obstante agradezco los desmenuzados análisis que han visto en lo que pasó el jueves toda una estrategia electoral y de marketing elaborada en quince segundos de calentón. Me sobrestiman, pero gracias. Me gusta debatir, dialogar, convencer y que me convenzan, transigir, pactar… eso que debería ser el parlamentarismo útil y cercano al que los ciudadanos y ciudadanas seguro que no darían la espalda. Pero hoy resulta imposible.

Confieso que para plantes como el del jueves me van faltando energías y me van sobrando años. Pero lo que estaba en juego era la democracia. Y sólo por eso habrá merecido la pena.

[Article publicat originalment a El País]