El gesto del jugador del Barça, Dani Alves, de comerse el plátano que un aficionado le lanzó como muestra de racismo en el campo del Vila-real continúa recibiendo adhesiones. Comerse un plátano se está convirtiendo en un gesto contra el racismo que, desgraciadamente, se vive jornada a jornada en tantos campos de fútbol. En este contexto también hemos comprobado la rapidez de la policía -que ha detenido al aficionado por un delito contra los derechos fundamentales y libertades públicas- y del propio club -que le ha retirado el carnet de forma fulminante-.
Vaya por delante que tanto el gesto de Alves, como la reacción generalizada de otros jugadores e instituciones de todo el mundo mostrándole su apoyo me parecen una buena noticia. Mejor noticia me parece que se actúe desde el ámbito policial contra este tipo de actitudes. Pero me preocupa que se quede en eso: en una eclosión puntual de adhesiones a una figura tan conocida en un contexto de gran repercusión mediática por todo lo que conlleva el fútbol y la Liga de Fútbol Profesional, en un nuevo episodio del espectáculo del fútbol, tan intenso como efímero.
Y me preocupa porque ese plátano es sólo una muestra más de racismo en un contexto de expansión del discurso del odio, no sólo en el País Valenciano, ni a nivel español, sino por toda Europa. Un discurso del odio que tiene consecuencias. Según datos del Secretario de Estado de Seguridad, en 2013 se registraron en las estadísticas policiales un total de 1.172 incidentes relacionados con delitos del odio. Es decir, relacionados con la discriminación en base a orientación o identidad sexual, etnia, nacionalidad, clase social, religión, creencias o por sufrir algún tipo de discapacidad. Y eso teniendo en cuenta que entre un 60% y un 90% de los delitos del odio no se denuncian.
Juntando ambos datos podríamos calcular que cada año se producen hasta 10.000 incidentes racistas, xenófobos o homófobos, y que la mayoría de ellos queda impune.
Por lo tanto, el de Alves es, desgraciadamente, un caso más entre tantos otros que sufren cada año miles de personas. Casos que van desde lo más cotidiano, como no poder entrar a un local de copas, hasta lo más violento, como agresiones físicas o violaciones.
Y para combatir esta lacra hace falta una política desde todos los frentes de forma integral. Desde las políticas educativas, formación a profesionales públicos, lucha contra el discurso del odio a través de los medios de comunicación, y evidentemente, acción policial y judicial. Una Ley Integral contra el Odio y la Discriminación podría ser un buen mecanismo para canalizar estas políticas transversales.
Pero no podemos ser ingenuos y pensar que los distintos gobiernos centrales han estado comprometidos con esta lucha. De hecho, tenemos muestras diarias de discriminación por parte del Estado. Un reciente estudio del Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de Valencia realizado conjuntamente con la Universidad de Oxford ha demostrado que no tener la piel blanca multiplica por cuatro la posibilidad de ser identificado y detenido por la Policía. Por no hablar de la existencia de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs) que constituyen un verdadero monumento al racismo y la xenofobia institucional y un agujero negro en cuanto al respeto de los derechos más básicos de las personas. O las repetidas acciones de la Guardia Civil en Ceuta y Melilla, que cada día nos dejan espeluznantes ejemplos de brutalidad en nombre del “control fronterizo”.
Por tanto, este es un buen momento para plantearnos como sociedad qué podemos hacer contra los plátanos de odio que se lanzan día a día en forma de discriminación, odio y violencia física o verbal. Especialmente cuando las víctimas no tienen ni recursos ni atención mediática y deben afrontar la agresión entre la rabia, la impotencia y la resignación.
Y también deberíamos preguntarnos qué puede hacer el Gobierno. Muchas cosas, ciertamente. Pero garantizar que el Estado no caiga en acciones que se fundamentan en la discriminación por origen o color de la piel podría ser un buen comienzo.